Durante el período entre la Primera Guerra Mundial y la Segunda, conocido como
período de entreguerras, ya se podía prever las ambiciones territoriales de países
como Alemania o Italia. El primero haría sus primeras ganancias territoriales sin
ninguna guerra, con la permisión de Francia e Inglaterra, quienes tras la Gran
Guerra se habían convertido en los jueces de lo que sucedía en Europa.
En en el caso de Alemania la reocupación de Renania y el Anschluss, la anexión
de Austria eran indicios de las intenciones de Hitler. Sin dudas los británicos y
franceses no estaban contentos, por lo que decidieron formar lo que hoy conocemos
como los “Aliados”, una alianza que unía fuerzas ante una guerra, que más
adelante confirmaríamos inminente.
Para el año 1938 las ambiciones del Tercer Reich comenzaban hacia el este de
Europa. Era de público conocimiento las intenciones de recuperar el territorio polaco
de Danzig, que Alemania había perdido luego de Versalles, y que separaba Prusia
Oriental de Occidental. Pero antes los nacionalsocialistas pretendían un territorio
que nunca fue propio desde la formación del estado alemán en sí, en el Siglo XIX:
Los Sudetes. Éste era un territorio del recientemente formado estado
checoslovaco, tras el desmembramiento del Imperio austrohúngaro.
Los Sudetes eran un territorio que formaba el grueso de la frontera checoslovaca
con Alemania. En ese territorio había una minoría poblacional de origen étnico
alemán. Era el 30% de un territorio de 3 millones y medio de habitantes
aproximadamente, hijos de colonos alemanes que se habían asentado en el
territorio en el Siglo XIII. Éstos alegaban encontrarse oprimidos bajo el estado
checoslovaco, y ya desde 1933 habían formado el partido nacionalsocialista de
los Sudetes.
El reclamo inicialmente fue desconocido por Edvard Beneš, presidente
checoslovaco. Inicialmente la URSS y Francia se mostraron del lado de
Checoslovaquia, ya que tenían acuerdos previos de acudir en defensa de los
checoslovacos en caso de ataque, aunque los soviéticos sólo intervendrían en caso
de que los franceses también lo hicieran. Mientras tanto, el gobierno del primer
ministro Chamberlain proponía una solución conciliadora.
En este sentido el 16 de septiembre se reunirían en Alemania Neville Chamberlain y
Adolf Hitler. En esta entrevista el mandatario británico reconocería a los Sudetes
como alemanes.
La situación escalaba, a raíz de que desde Praga no se prestaban a
concesiones, por lo que movilizaba su ejército, cosa que también harían los
germanos. Ante este panorama, el líder italiano Mussolini intervendría como
mediador para negociar un acuerdo en Múnich, el 30 de septiembre.
Ese día no serían invitados ni Checoslovaquia ni los soviéticos. A la reunión
asistirían Mussolini, Hitler, Chamberlain y Daladier, presidente de la república
francesa. Aquel día tanto Francia, como Italia e Inglaterra reconocerían oficialmente
los reclamos alemanes, en lo que se conoce como los acuerdos de Múnich.
Inglaterra y Francia accederían a los reclamos alemanes, con el fin de evitar una
nueva guerra en continente europeo, bajo lo que se conoció como “política de
apaciguamiento”.
Ya sin apoyo, Alemania le enviaría un ultimátum a Beneš, quien se vio obligado a
ceder sus territorios. Los Sudetes eran un territorio estratégico militarmente ya
que allí se alojaban la mayoría de las sofisticadas fortificaciones checoslovacas para
defenderse de un posible ataque alemán.
Los Sudetes le abrieron las puertas a los nacionalsocialistas para romper el acuerdo
preestablecido, y ocupar el resto de Checoslovaquia, tan sólo unas pocas
semanas después. Asimismo, el territorio ocupado sería utilizado para la invasión a
Polonia, menos de un año después del acuerdo de Múnich.
¿Qué conclusión podemos sacar de esta historia? En el regreso de Neville
Chamberlain a Londres, tras el acuerdo de Múnich, éste sería aclamado por el
público inglés, agradecido de evitar una guerra. Mientras que personajes como
Winston Churchill hablaban de no negociar con Alemania, la política de
apaciguamiento demostraría ser un fracaso muy pocos meses después.
La conclusión a sacar es que debe haber un límite. Debe haber un límite a la hora
de negociar o pactar con fuerzas políticas que, al menos desde lo discursivo,
representan una amenaza para principios básicos como la democracia o los
derechos de todos los hombres, y ultimadamente, el orden establecido.