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    Dolor en el tango: murió Anselmo Marini

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    Nuestro pésame a toda su familia. Y sus compañeros radiales de Desde el Alma. Que se emite de lunes a viernes de 12 a 15 por FM 92.7 La 2 X 4. El locutor más popular del tango nacional padecía una enfermedad y falleció con el peor desenlace.

    Pasamos sus poemas de tango preferidos. También sus cuentos. En la selección que realizase en el 2005 en Radio Del Plata en su ciclo de 0 a 4 los domingos cuando leía cuentos.

    Soy un arlequín

    Soy un arlequín,
    Un arlequín que canta y baila
    Para ocultar
    Su corazón lleno de pena.
    Me clavó en la cruz
    Tu folletín de magdalena
    Porque soñé
    Que era jesús y te salvaba.
    Me engañó tu voz,
    Tu llorar de arrepentida sin perdón
    Eras mujer… ¡pensé en mi madre
    Y me clavé!
    Viví en tu amor una esperanza
    La inútil ansia de tu salvación.
    ¡perdonáme si fui bueno!
    Si no sé más que sufrir.
    Si he vivido entre las risas
    Por quererte redimir.
    ¡cuánto dolor que hace reír!

    Enrique Santos Discépolo.

    El lunes

    Coral y perlas tu boca,
    Parece el fondo de un mar
    Donde naufragan y hacen globitos
    Mis pretensiones locas.

    Para construir esta imagen,
    Tan literaria y tan fiel,
    Pasé tirado de boca un mes entero
    A orillas de riel.

    Por tu amor naufragó
    Mi corazón
    He hizo glu, glu, glu, glu
    Mi porvenir.
    Castañando en el frío
    De tu cambueco desdén,
    Voy tiritando,
    Voy sin chaleco…

    Buscando un eco al mío,
    Yo te aseguro muñeca,
    Que alegraré tu vivir
    Y buscaré hasta la mueca
    Que al morirme te haga reír…

    Yo se que parezco para ti
    Loco, ¿verdad? loco de atar,
    Y es que me trastorna verte así…
    Tu amor desorbita mi vivir,
    Mi corazón, mi razón y mi fe…
    Por un instante, amor,
    Doy gustoso el porvenir,
    Que verte sonreír es nacer…

    ¡ya está otra vez!

    Me enloquecí.

    Enrique Santos Discépolo

    Esta noche me emborracho

    Sola, fané, descangayada
    La vi esta madrugada
    Salir de un cabaret
    Flaca, dos cuartas de cogote
    Y una percha en el escote
    Bajo la nuez
    Chueca, vestida de pebeta
    Teñida y coqueteando
    Su desnudez
    Parecía un gallo desplumao
    Mostrando al compadrear
    El cuero picoteao
    Yo que sé cuando no aguanto más
    Al verla, así, rajé
    Pa’ no llorar

    ¡Y pensar que hace diez años
    Fue mi locura!
    ¡Que llegué hasta la traición
    Por su hermosura!
    Que esto que hoy es un cascajo
    Fue la dulce metedura
    Donde yo perdí el honor
    Que chiflao por su belleza
    Le quité el pan a la vieja
    Me hice ruin y pechador
    Que quedé sin un amigo
    Que viví de mala fe
    Que me tuvo de rodillas
    Sin moral, hecho un mendigo
    Cuando se fue

    Nunca soñé que la vería
    En un requiscat in pace
    Tan cruel como el de hoy
    ¡Mire, si no es pa’ suicidarse
    Que por ese cachivache
    Sea lo que soy!
    Fiera venganza la del tiempo
    Que le hace ver deshecho
    Lo que uno amó
    Este encuentro me ha hecho tanto mal
    Que si lo pienso más
    Termino envenenao
    Esta noche me emborracho bien
    Me mamo, ¡bien mamao!
    Pa’ no pensar

    Enrique Santos Discépolo

    El amenazado

    Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
    Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.
    La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única.
    ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras,
    la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas,
    la serena amistad, las galerías de la biblioteca, las cosas comunes,
    los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
    Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
    Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
    levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
    Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
    Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
    Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
    Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
    (Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.
    El nombre de una mujer me delata.
    Me duele una mujer en todo el cuerpo.

    Jorge Luis Borges

    Ajedréz

    Tenue rey, sesgo alfil, encarnizada
    reina, torre directa y peón ladino
    sobre lo negro y blanco del camino
    buscan y libran su batalla armada.

    No saben que la mano señalada
    del jugador gobierna su destino,
    no saben que un rigor adamantino
    sujeta su albedrío y su jornada.

    También el jugador es prisionero
    (la sentencia es de Omar) de otro tablero
    de negras noches y de blancos días.

    Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
    ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
    de polvo y tiempo y sueño y agonía?

    Jorge Luis Borges

    DIEGUITO

    Según su padre, que tal vez lo odiara, Dieguito era decididamente idiota. Según su madre, que algo había accedido a quererlo, Dieguito era sólo un niño con problemas. Un niño de ocho años que no conseguía avanzar en sus estudios primarios -había repetido ya dos veces primer grado-, taciturno, solitario, que apenas parecía servir para encerrarse en el altillo y jugar con sus muñecos: los cosía y los descosía, los vestía y los desvestía, vivía consagrado a ellos. Un idiota, insistía el padre, y un marica también, agregaba, ya que ningún hombrecito de ocho años juega tan obstinadamente con muñecos y, para colmo, con muñecas. Un niño con problemas, insistía la madre, no sin deslizar en seguida alguna palabreja científica que amparaba la excentricidad de Dieguito: síndrome de tal o síndrome de cual, algo así. Y no un marica, solía decir contrariando al padre, sino un verdadero varoncito: ¿acaso no amaba el fútbol? ¿Acaso no se prendía a la tele siempre que Diego Armando Maradona aparecía en la mágica pantalla haciendo, precisamente, magia, la más implacable de las magias que un ser humano puede hacer con una pelota?

    Dieguito se deslizaba por la vida ajeno a esos debates paternos. Se levantaba temprano, iba al colegio, cometía allí todo tipo de errores, torpezas o, siempre según su padre, imbecilidades que luego se expresaban en las estólidas notas de su libreta de calificaciones, y después, Dieguito, regresaba a su casa, se encerraba en el altillo y jugaba con sus muñecos y con sus muñecas hasta la hora de comer y de dormir.

    Cierto día, un día en que incurrió en el infrecuente hábito de salir a caminar por las calles de su barrio, presenció un suceso extraordinario. Fue en un paso a nivel. Un poderoso automóvil intentó cruzar con las barreras bajas y fue arrollado por el tren. Así de simple. El tren siguió su marcha de vértigo y el coche, hecho trizas, quedó en un descampado. Dieguito no pudo dominar su curiosidad. ¿Quién conduciría un coche tan hermoso? Corrió -¿alegremente?- a través del descampado y se detuvo junto al coche. Sí, estaba hecho trizas, negro, humeante y con muchos hierros retorcidos y muchísima sangre. Dieguito miró a través de la ventanilla y se llevó la sorpresa de su corta vida: allí dentro, algo deteriorado, estaba él, el hombre que más admiraba en el mundo, su ídolo.

    Una semana después todos los diarios argentinos dedicaban su primera plana a un suceso habitual: Diego Armando Maradona llevaba más de diez días sin acudir a los entrenamientos de su equipo. Hubo polémicas, reportajes a variadas personalidades (desde ministros a psicoanalistas y filósofos) y conjeturas de todo calibre. Una de ellas perseveró sobre las otras: Diego Armando Maradona había huido del país luego de ser arrollado por un tren mientras cruzaba un paso a nivel con su deslumbrante BMW. ¿A dónde había huido? Muy simple: a Colombia, a unirse con el anciano y desfigurado Carlos Gardel, quien aún sobrevivía a su tragedia en el país del realismo mágico. Ahora, desfigurados horriblemente, los dos grandes ídolos de nuestra historia se acompañaban en el dolor, en la soledad y en la humillación de no poder mirarse a un espejo. Ellos, en quienes se había reflejado el gran país del sur.

    En medio de esta tristeza nacional no pudo sino sorprender al padre de Dieguito la alegría que iluminaba sin cesar el rostro del niño, a quien él, su padre, llamaba el pequeño idiota. ¿Qué le pasaba al pequeño idiota?, le preguntó a la madre. “No sé”, respondió ella. “Come bien. Duerme bien.” Y luego de una breve vacilación -como si hubiera, demoradamente, recordado algún hecho inusual-, añadió: “Sólo hay algo extraño”. “Qué”, preguntó el padre. “No quiere ir más al colegio”, respondió la madre. Indignado, el padre convocó a Dieguito. Se encerró con él en su escritorio y le preguntó por qué no iba más al colegio. “Dieguito no queriendo ir al colegio”, respondió Dieguito. El padre le pegó una cachetada y abandonó el escritorio en busca de la madre. “Este idiota ya ni sabe hablar”, le dijo. “Ahora habla con gerundios.” La madre fue en busca de Dieguito. Le preguntó por qué hablaba con gerundios. Dieguito respondió: “Dieguito no sabiendo qué son gerundios”.

    Transcurrieron un par de días. Dieguito, ahora, ya casi no bajaba del altillo. Sus padres decidieron ignorarlo. O más exactamente: olvidarlo. Que reventara ese idiota. Que se pudriera ese infeliz; sólo para traerles desdichas y papelones había venido a este mundo.

    Sin embargo, hay cosas que no se pueden ignorar. ¿Cómo ignorar el insidioso, nauseabundo olor que se deslizaba desde el altillo hacia el comedor y las habitaciones? ¿Qué diablos era eso? ¿A quién habrían de poder invitar a tomar el té o a cenar con semejante olor en la casa? Decidieron resolver tan incómodo problema. “Esto”, dijo el padre, “es obra del pequeño idiota”. Llamó a la madre y, juntos, decidieron emprender la marcha hacia el altillo. Subieron la estrecha escalera, intentaron abrir la puerta y no lo consiguieron: estaba cerrada. “¡Dieguito!”, chilló el padre. “¡Abrí la puerta, pequeño idiota!” Se oyeron unos pasos leves, giró la cerradura y se abrió la puerta. Dieguito la abrió. Sonrió con cortesía, dijo “Dieguito trabajando”, y luego se dirigió a la mesa en que yacía el ídolo nacional ausente. Sí, era él. El padre no lo podía creer: no estaba en Colombia, con Gardel, sino que estaba ahí, sobre esa mesa, y el olor era insoportable y había sangre por todas partes y el ídolo nacional ausente estaba trizado y Dieguito, con prolija obsesividad, le cosía una mano (¿la mano de Dios?) a uno de los brazos. Y la madre lanzó un aullido de terror. Y el padre preguntó: “¿Qué estás haciendo, grandísimo idiota?” Y Dieguito (oscuramente satisfecho por haber sido, al fin, elevado por su padre a los dominios de la grandeza) sólo respondió:

    -Dieguito armando Maradona.

    José Pablo Feinmann

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